Jorge Luis Borges siempre me conmovió e inquietó, sobre todo como poeta, aunque no por eso sea menos crítico con él en determinados cuentos. Me he pasado la vida releyéndolo y es innegable que el genial argentino marcó mi madurez como escritor. Especialmente después de que se me apareciera en la calle del Prado madrileña, a las cuatro de una tarde de agosto del ochenta y tantos, a 42 grados a la sombra, camino probablemente del Ateneo, donde supongo que iría a dar alguna conferencia o charla, acompañado de una mujer y una niña oriental. Él no me vio, ya había perdido la mirada, y yo no me atreví a hablarle, sin embargo desde entonces pienso en él con mayor frecuencia.

Así, no es raro que en el noventa y uno, en mi primera obra como escritor adulto –antes había publicado centenares de poco ambiciosas producciones infantiles– decidiera rendirle un homenaje directo: Oriente de perla, una colección de siete cuentos pretendidamente orientales, que pueden recordar su estilo inimitable.

Pero sería sobre todo en El último gigante, una novela corta escrita en el dos mil tres, cuando me atrevería a convertirle, sin citar su nombre, en uno de los personajes secundarios de un drama bíblico, ambientado en el Berlín en el que los nazis ascendían al poder.

Animado por lo creíble que había quedado tal ficción, volví a intentarlo en el dos mil trece en Marilyn Monroe, rubia, 94-58-91, donde relaciono al incomparable argentino con la inmortal estrella de cine de un modo sorprendente por lo realista.

¿Volveré a repetir semejante broma? ¿Por qué no? Estoy seguro de que Borges me lo perdonaría, aunque quizás no les guste a los que gestionan sus derechos, si es que acaso llegaran a enterarse. ¿Qué harían esos inquisidores? ¿Quemarían mis libros por usar en vano su sagrado nombre?