He escuchado y leído a menudo veladas o venenosas alusiones, expresadas de diferentes modos, que vienen a decir que Camille Claudel (1864-1943), hermana del conocido escritor Paul Claudel (1868-1955), aprendiz primero y luego amante de Auguste Rodin (1840-1917), era una escultora genial a la que el oportunista y maltratador Rodin humillaba… y copiaba.

Semejante cliché es del todo tendencioso, da la impresión de ser una leyenda urbana fin de siecle inventada por alguna sufragista de entonces.

Pero quienes la divulgan hoy solo muestran que no conocen la obra de ninguno de los dos, además de no haber entendido nada de sus turbulentas existencias.

La hermana mayor del literato, quien desde niña dio muestras de inestabilidad que atormentaron a su familia, entró a trabajar muy joven en el taller del ya famoso y maduro artista, en 1883, como ayudante en la sección de vaciado. Era notablemente buena y meticulosa en su oficio por lo que destacó entre los muchos aprendices del estudio, llamando enseguida la atención del maestro.

Pronto también saltó la primera chispa de una pasión, acaso natural, entre aquella jovencita, desde luego atractiva y talentosa, aunque también notoriamente desequilibrada, que demandaba compulsivamente protección, y aquel casi viejo triunfador, mujeriego impenitente, que le doblaba la edad y evidenciaba encontrarse hastiado de su pareja de toda la vida, la antes bellísima y ahora ajada y gris Rose Beuret.

La liaison duró casi diez años, y si Camille no se hubiera empeñado obsesivamente en desplazar a Rose y que Auguste se casara con ella, acaso hubiera durado más e incluso llegado a ser más benéfica para ambos.

Pero él se negaba a echar al arroyo a una compañera que le había dado un hijo –casi de la edad de Camille–, que le había soportado durante veinte años, los primeros bastante pobres, apoyándole siempre pese a sus flagrantes infidelidades, y que en aquel momento no tenía dónde caerse muerta.

Así se produjo una ruptura, salpicada de incidentes dramáticos, entre un maestro lleno de culpa, aunque todavía enamorado, que trataba de ayudar a su discípula a que triunfara como escultora, mientras ella, enamorada también, a su pesar conseguía con su errático comportamiento que él llegara a tenerle miedo, acudiendo a través de conocidos a su también consternado hermano en demanda de ayuda.

En medio de este tumulto se cruzó un despistado Claude Debussy (1862-1918), que se enamoró de una Camille ya abruptamente enajenada, que lo rechazó por estar casado y que, poco después, destruiría la mayoría de sus esculturas.

La tragedia estaba servida: ella fue ingresada por su hermano en 1913. Rodin moriría, en la miseria, en 1917, casándose antes in articulo mortis con su compañera de siempre, Rose Beuret. La desdichada Camille pasó en el manicomio el resto de sus días, que fueron muchos, pues murió más de treinta años después. Parece que fue enterrada en una tumba sin nombre.

Cuando escribí El retrato de la dama ausente en 2003 consulté varios buenos libros sobre ella en francés, pero no encontré nada en castellano que mereciera la pena. Todo lo que pude leer presentaba a Rodin como un aprovechado y a Camille como una artista superdotada, víctima de su pasión por él. Rose Beuret era ignorada prácticamente.

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Las piezas de juventud que se conservan de Camille, de pequeño formato y de escasa ambición –si se las compara con Los burgueses de Calais, por poner un ejemplo– son ciertamente ingeniosas, refinadas, aunque tocadas de un decorativismo que las debilita, y todas ellas llevan el sello ineludible de Rodin.

La obra tal vez de mayor tamaño de Camille Claudel, La edad madura, reproducida muy a menudo, es también la más vigorosa, aunque adolezca de una simbología tal vez demasiado evidente y algo naíf. Muestra a un anciano que parece escapar, empujado por una especie de bruja con alas de ángel, abandonando a una chica joven arrodillada en el suelo y suplicante. Si nos dijeran que es de Rodin pensaríamos que la hizo en su juventud.

En fin, una triste, terrible historia de amor, convertida en un panfleto aireado demasiadas veces. Descanse en paz la sensible Camille, atormentada, sobre todo, por ella misma. Y también los otros dos actores de este drama. Procuremos no pensar en ellos cuando miremos las grandes obras de uno de los más vigorosos escultores de finales del siglo XIX.