Hace poco leí, en esa prensa que muchos de mis amigos consideran canallesca –única que frecuento, para escapar al tedio que me produce la otra- el artículo de un catedrático de física* que me resultó particularmente conmovedor, por su lucidez y atrevimiento.
Citaré, fuera de contexto, las frases que me parecieron más llamativas, donde se refiere a una belleza “…que lleva a algunos seres humanos a dedicar su vida a buscar la realidad, rechazando las nebulosas ideas del misticismo y la tremenda fealdad del dogma…”
Considera, más adelante, el profesor que esa mística a la que se refiere “…es la imaginación sin realización, la imaginación no compartida, la imaginación secreta y jamás pública, las visitas de los ángeles y el hablar con Dios, experiencias mentales individuales e imposibles de compartir, por tanto falsas, generadoras de frustración y desesperación final”.
Por un momento me distraje pensando que el articulista se estaba refiriendo al llamado arte contemporáneo, en especial a las denominadas música y plástica actuales, caracterizadas por un hermetismo de orden sagrado, que no precisa demostración ni admite discusión alguna, tan alejado se encuentra de cualquier forma de realidad y, por otro lado, tan cercano a la desilusión, la desesperación y, en definitiva, la locura.
Llega aún más lejos Ruiz de Elvira cuando cita al oceanógrafo Fridjof Nansen: “El ser humano quiere conocer y cuando deja de querer conocer, deja de ser humano”. Grave acusación, muy grave en un mundo casi sin posibilidad de iniciativa alguna, salvo la oficial; sin curiosidad, acostumbrado a vivir en el desconocimiento y la desconexión –aunque se pase la vida conectándose aparentemente-, un mundo que vive de espaldas a cualquier crítica reflexiva –salvo una minoría ínfima-, que ignora con tozudez cualquier inquietud o deseo que no figure en su teléfono móvil o su tableta, que reproduce, hasta el infinito, un universo ramplón, además de poco agraciado, lleno de tópicos, en su mayoría falsos cuando no manipulados torticeramente.
“A lo largo de la historia –precisa el catedrático- la belleza, lo contrario de la fealdad, ha sido la proporción, la simetría, el orden, sobre todo cuando ese orden es más complejo que un mero cuadrado…”.
Imposible para mí, al llegar a este punto, no pensar en el Cuadrado negro de Kazimir Malevich, exhibido en 1915. Imposible también no advertir que hace más de cien años que las artes citadas –basadas hasta entonces en la observación y el estudio exhaustivo de la naturaleza- fueron rechazadas por las denominadas vanguardias artísticas, una hidra de muchas cabezas que se nutrió del futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, el suprematismo, el constructuvismo, etc. y que años después, sacralizada y llevada a sus últimas y agónicas consecuencias, se ha convertido en lo que algunos llamamos academia de las vanguardias.
Algo que comenzó siendo rechazado por Hitler, que lo consideró arte degenerado y, en gran parte por ello, ocupa hoy en los museos un espacio que no habría alcanzado nunca si, tras la Segunda Guerra Mundial, el gran capital –en buena parte judío- no hubiera apostado por convertir la plástica en un valor de cambio intocable, un capital tan caótico como irracionalmente amontonado, que asestó a la belleza una puñalada trapera de la que aún no se ha recuperado.
Por suerte, la música, aunque también padeció todos los excesos vanguardistas, se zafó, en buena parte, de ese mercadeo descarado y gracias a ello conserva algo del carácter representativo, social, cultivado, que tuvo siempre, del que la llamada música contemporánea –a menudo inaudible- está casi ausente.
En cualquier caso, ambas artes se han, digamos, mediocratizado, por no decir degradado, de un modo tan riguroso como para producir, de un lado, la repetitiva y roma música rock, especie de droga barata usada para alienar a grandes masas, y de otro la pedantesca y artificial burbuja de la mayoría de las galerías de arte y nuestros jaleados aunque espantosos museos modernos –insisto, con cien años de antigüedad- como engendros ajenos a cualquier forma de belleza, salvo la mercantil, y pronto puede que ni siquiera esta, pues la producción de semejantes monstruosidades no se ha generalizado tanto como aseguran sus promotores y cada vez son más las gentes hastiadas de semejante sinsentido, refugiadas en otras formas de arte menos vanguardistas, por ejemplo la lectura, que hace mucho que rechazó determinados excesos, y la música conocida como clásica, fenómenos ciertamente minoritarios todavía, quizás por suerte, pero que al estar basados en el conocimiento, la reflexión y el sentido crítico, aportan menos frustración, desesperación y demencia.
Y es que, en verdad, como Borges decía sabiamente, lo peor de cualquier dictadura –incluida la de las vanguardias- es el aburrimiento.
Esas artes supuestamente contemporáneas –que no se pueden criticar sin parecerse a Hitler, según todos esos papanatas bien pensantes- llevan cien años aburriendo a la humanidad y debieran comenzar a cuestionarse de una vez.
¿O es que, aunque posean toda la fealdad del más lamentable de los dogmas, han de seguir perpetrándose otros cuantos cientos de años más, para que a nuestros repugnantes banqueros no se les deprecien sus valiosas, aunque mal elegidas inversiones?
* La belleza de la ciencia, Antonio Ruiz de Elvira, EL MUNDO, jueves 6 de marzo de 2014.
Comentarios