Las contraportadas de las novelas de hoy -que he llegado a mirar con desconfianza- se me antojan divididas en dos grandes apartados: las que incitan a leer el libro y las que lo cuentan resumido, destripando el relato.
Hacer lo primero es un ejercicio tan difícil como trabajoso y existen en ese sentido verdaderos artistas que cada día aprecio más, aunque crea que son algo escasos, tal vez porque los que hacen lo segundo siempre me parecieron demasiados.
Nunca entendí el propósito de esos despanzurradores de historias.
¿Qué pretenderán, aparte de irritarnos?: ¿que no leamos la novela o que presumamos de conocerla sin haberla leído?
Sospecho que su rara conducta tenga algo que ver con el gancho comercial al uso. Esa especie de marketing libresco que manejan la mayoría de nuestros ignaros vendedores -que nunca leyeron- y que tanto daño han hecho al libro en general y a la novela en particular.
El destrozar el argumento de una larga narración comprimiéndola en algunas líneas, cuajadas de lugares comunes, me da la impresión de que pueda ser un recurso digamos contemporáneo, porque no recuerdo haberlo visto nunca en las ediciones de antes de la guerra que acostumbro a manejar.
Tales desmanes de solapa probablemente comenzaran en mi juventud, hacia los años setenta, coincidiendo con la publicación de una serie de novelas plúmbeas, que no es necesario citar pues todos los lectores de mi edad las conocen.
Esas lluvias trajeron estos lodos. Hemos conseguido que a estas alturas los estantes de los grandes almacenes estén abarrotados de mamotretos de más de seiscientas páginas -un setenta por cinto pretendidamente históricos- tan mal concebidos como documentados, y redactados de modo tan banal como descuidado, ajenos a toda tensión narrativa y que solo han conseguido apartar a las gentes de la novela, que piensan que ha decaído o se ha degradado en exceso.
Me temo que esas operaciones promocionales solo han logrado que se acabe desconfiando de la literatura por lo mismo que se desconfía de la política. Por saturación.
Pero de eso ya seguiré hablando otro día, pues hay muchísima tela que cortar.
Entretanto, aviso a navegantes: buscad como oro en paño a los raros escritores capaces de expresarse en menos de doscientas páginas, hay muchos entre los históricos, y procurad no leer las contracubiertas.
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