Allá por aquella esperanzada década -que transcurrió del año setenta y cuatro al ochenta y cuatro del siglo pasado-, cuando algunos ilusos llegamos a pensar que este país tenía arreglo, y cuando quien escribe comenzaba a hacerlo con cierta soltura, recuerdo que estaba de moda en la prensa preguntarles a los plumíferos famosetes de aquel entonces cuál era su autor favorito y ellos pontificaban de lo lindo sobre Umberto Eco, Milan Kundera, Michael Ende, Jostein Gaarder y otros tantos por el estilo, a los que el que suscribe no conseguía leer ni aunque se empeñara en ello con toda su alma.
Cada vez que me encontraba con uno de aquellos panegíricos me devanaba los sesos pensando en quién me podría fascinar a mí como para elevarlo a tan sublime altar mediático, pero he aquí que de los autores, casi todos muertos, que frecuentaba y frecuento -pues aún me cuesta mucho leer a los vivos- nunca me habría atrevido a decir cosas como las que alegremente se soltaban en aquellas entrevistas, de modo que, las pocas veces que me hicieron pasar por ese aro, traté de salir del paso largando una retahíla de próceres como Pushkin, Tolstoi, Turgenev, Stevenson, Conrad, Maupassant, Borges, Calvino, Buzzati… y otros seis o siete más que ahora no me vienen a la memoria.
Hoy, sin embargo, dado que esa época, tan nefasta como otra cualquiera, está casi olvidada, la angustiosa búsqueda del best-seller ha remitido bastante entre nuestros miopes editores, pues ya está mucho más claro que nadie volverá a leer, por más que se empeñen y por más basura que le echen encima y, sobre todo, dado que este blog tiene menos futuro mediático que la pipirrana de mi abuela Aurora, pienso que puedo permitirme la archisobada pedantería de citar aquí a uno de mis escritores favoritos, que no es otro que Prosper Mérimée.
Excepto algunos eruditos especialmente sensibles y un poco dandis como mi amigo Luis Alberto de Cuenca, en mi juventud muy pocos españoles conocían al elegante y culto políglota francés salvo por el final de una canción de la inefable Concha Piquer que clamaba en la postguerra:
Carmen de España, manola,
Carmen de España, valiente,
Carmen con bata de cola
pero cristiana y decente…
y acababa enfatizando:
Yo soy la Carmen de España
y no la de Mérimée,
y no la de Mérimée.
En ese tiempo era difícil aquí ir a la ópera -si no eras catalán o viajabas mucho-, incluso hoy día la obra maestra de Georges Bizet no es tan popular en nuestro país como acaso merecería, aunque Carlos Saura y Vicente Aranda, con irregular fortuna, han llevado al cine su peripecia. Sus producciones, algo toscamente castizas, no pueden compararse con la magnífica Carmen Jones de Otto Preminger, estrenada en 1954 y basada en un musical de Oscar Hammerstein II, que contó con la voz de Marilyn Horne doblando a la protagonista.
Pues bien, siendo excelente la ópera y conociéndola en varias versiones, cuando hace más de veinte años cayó por primera vez en mis manos la magistral narración breve de Prosper Mérimée, escrita en 1845, la tuve al instante por la mejor novela corta que había leído en mi vida -y ya llevaba unas cuantas- y comparada con las largas que conocía la juzgué también entre las primeras.
Por supuesto, hay pocas novelas sobre España, incluso escritas por españoles, donde quede mejor expresada nuestra peculiar tozudez, nuestra crónica irracionalidad, nuestra manera de ser cainita y nuestras actitudes sarracenas, unido sabiamente al ingenio, la hidalguía, el valor y el puntilloso sentido del honor que también nos caracteriza en ocasiones, todo ello elegantemente descrito con las menos palabras posibles.
Es más, después de leerla, mi concepción de lo que debía ser un relato excelente cambió por completo. Me juré no escribir nada que pasara de los doscientos folios, juramento que, aunque incumplido, me persigue cuando planteo cada nueva obra. Una fórmula parecida ya había sido adoptada por el gran Jorge Luis Borges hacía muchos años. Puesto que en literatura todo está inventado hace siglos, al menos, seamos breves.
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