Prosper Mérimée (París 1803-Cannes 1870), hijo de un pintor, cursó estudios de derecho e inició una carrera administrativa en el ministerio de comercio francés, mientras frecuentaba los ambientes literarios parisinos con su amigo Stendhal. Tras efectuar un viaje a España en su juventud, quedó impresionado por su pintoresquismo y a partir de ahí publicó diversas obras dramáticas supuestamente traducidas del español: Teatro de Clara Gazul (1825), La Guzla (1827) y luego La jaquerie (1828) y Crónica del reinado de Carlos IX (1829).
La revolución de 1830 recompensó sus ideas liberales con diversos puestos oficiales, entre ellos el de inspector de monumentos históricos -cargo que mantuvo dieciocho años-, que contribuyó a forjar su sólida erudición, le llevó a viajar por toda Francia y de nuevo por España, Italia y Grecia, dándole a sus cuentos y novelas cortas un aire cosmopolita y fabuloso. En esa época escribió Tamango, Mateo Falcone, El jarrón etrusco, Las ánimas del purgatorio, La Venus de Ille. Los años que van entre 1840 y 1846 señalan el apogeo de su carrera como escritor con la publicación de Colomba (1840), Arsene Guillot (1844) y Carmen (1845).
Mérimée había tratado en nuestro país con cierta intimidad a la familia granadina de los Montijo, una de cuyas hijas casó con el VI duque de Alba y otra Eugenia, con el emperador francés Napoleón III, de modo que con el advenimiento del II Imperio fue nombrado senador y frecuentó la corte de las Tullerías.
Concha Piquer, tonadillera de aquella patética España en la que me tocó nacer, con el talento que la caracterizaba, también mencionaba a aquella emperatriz un poco de pacotilla, tan característica de nuestro provinciano s. XIX:
Por las lises de Francia
Granada dejas
y las aguas del Darro
por las del Sena
Eugenia de Montijo
que pena, pena.
Ciertamente, si algún día escribo una novela sobre ella, cosa que me gustaría hacer antes de morir, hablaré largo y tendido del poco popular Mérimée, al que profeso fraternal afecto desde hace algunos años.
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