Suponemos que Edgard Allan Poe (1809-1849) en el más celebrado de sus poemas, El cuervo, eligió llamar Leonor a su fallecida e invocada protagonista femenina únicamente porque rimaba bien con nevermore. A partir de ahí el nombre quedó aureolado de un cierto patetismo y se asoció a fantasías necrófilas, amores imposibles y soledades insoportables, como en la canción de los Beatles Eleanor Rigby, que aconsejo escuchar mientras se leen estas líneas.
Pero quizás la primera Leonor mundialmente famosa y tremenda en muchos sentidos fuera la de Aquitania (1122-1204), a quien su biógrafo reciente, el medievalista Jean Flori (1936) considera una figura inversa a la de Juana de Arco, lo que no deja de ser una manera singular y muy francesa de definirla. En cualquier caso se trata de una dama extremadamente tenaz y combativa, aunque llevara armadura solo alguna que otra vez y más por galantería que por espíritu belicista.
Probablemente sin darse cuenta, ella inventara el fin amor, primera manera de la historia, digamos romántica, de amar; casta y pura en principio, pero excluyendo al marido legítimo y cargada de un sensualismo exacerbado y una extrema coquetería, que lo hacía posible solo entre un puñado de nobles que supieran leer y escribir y gozaran de mucho tiempo libre.
Señora de los pensamientos de trovadores y bardos occitanos, uno de los cuales era su propio padre, esta primera Leonor nació condesa de Poitiers y duquesa de Aquitania. Fue hija de Guillermo X y Aenor de Châtelleraut, por eso la llamaron Alia Aenor (Otra Aenor), que en su tierra escribirían Alienor, en la Galia Elleanore, en Britania Eleanor o Ellionor y en Hispania Leonor, como una de las hijas del Cid Campeador y como nuestra pequeña princesa heredera.
Poe la denomina Lenor y para las sufragistas cultas, que surgieron justo en la época de su prematura muerte, en pleno pre-rafaelismo, la figura de la de Aquitania debió de ser representativa, pues se trató de una mujer de lo más independiente, por calificarla con un solo adjetivo.
Para entender su vida, aventurera donde las haya, antes de leer a Flori o Markale, que, entre otros varios, la retrataron en nuestros días, habría que empaparse del sentimental ambiente caballeresco de los exquisitos Lais de María de Francia, contemporánea suya, quien describe poéticamente, en breves relatos repletos de pasión, sorpresa y aventura, las delicias y tormentos del luego llamado amor cortés, un fenómeno literariamente fabuloso producido en uno de los momentos más salvajes de la Edad Media en la antigua Armorica francesa e irradiado desde allí al norte de Italia, a los reinos de Navarra y Aragón y a otros pocos lugares europeos un poco más civilizados que el resto, donde alcanzó una vida tan brillante como efímera, floreciendo en miles de relatos y dando origen al ciclo de leyendas artúricas y a todos nuestros posteriores libros de caballerías del Tirant lo Blanc al crítico a inefable Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, ya en pleno siglo XVII.
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