Para tratar de aproximar, de forma rápida y directa, la figura de Pushkin a los españoles, habría que empezar por una frase que tal vez no sea bien acogida: en nuestro país no existe un autor como él. Y es que parece ser que la mayoría de lo rusos saben de memoria algunos de sus versos, conocen al detalle su biografía y podrían hablar de cada uno de sus relatos, en verso o en prosa.

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En definitiva, Alexandr Pushkin (1799-1837) es todo un héroe nacional en su país, al que se considera incluso por encima de Tolstoi o Dostoievski, pese a su corta y atormentada vida y su trágica muerte.

Descendía, por línea paterna, de una antigua y noble familia, y su madre era la nieta del príncipe abisinio Aníbal, más conocido como el negro de Pedro el Grande, quien fue enviado a París para estudiar la carrera de las armas y posteriormente nombrado general y casado con una aristócrata también de ilustre abolengo. Pedro el Grande fue el más famoso de los Romanov y el más absoluto de los autócratas, que se empeñó en 1703 en erigir la nueva capital de la Santa Rus en unos terrenos pantanosos del golfo de Finlandia, sin preocuparse de cuántas vidas costaría su megalomanía.

De los doce a los dieciocho años estudió Pushkin en el Instituto de Tzarkoie Selo, íntegramente en francés, que era la lengua en la que se educaban los nobles rusos. Sin embargo, usando su idioma vernáculo, en plena adolescencia consiguió crear un puñado de poemas que se hicieron tan populares que las gentes los coreaban en las tabernas y los recitaban por las esquinas. Pero los intelectuales también lo respetaban, al punto de que una de sus primeras obras, Ruslan y Ludmila, era ya tan conocida en su país como las obras de Goethe en Alemania o Lord Byron en Inglaterra. Precisamente el revoltoso y excéntrico británico era admirado hasta la exaltación por el joven ruso, quien a imagen y semejanza del inglés, acostumbraba a beber inmoderadamente, jugar sin freno y dilapidar su escasa fortuna con mujerzuelas de pésima reputación a la primera oportunidad que se le presentaba.

Pero quizás haya que comenzar por aclarar que el romanticismo penetró en Rusia dos años después que en España, e igual de ignominiosamente que aquí, gracias a la invasión napoleónica. Aquellas tropas francesas, sobre todo sus oficiales, habían vivido, y en algunos casos hasta luchado, en la sangrienta revolución que en 1789 convulsionó brutalmente la dulce Francia y Europa entera, incluso -si consideramos que la revuelta de los norteamericanos contra los británicos estuvo inspirada por Lafayette- podríamos hablar de una especie de agitación mundial.

Aquellos soldados, la mayoría sin saberlo, eran ya románticos. Una de las principales características del romanticismo que comenzaba a imponerse era la sublimación de los valores nacionales y, todos ellos, se sentían antes que nada patriotas. También eran escépticos en materia religiosa, pues habían leído en su juventud a Voltaire, Rousseau, Diderot… y habían perdido la fe. Estaban además desengañados de la política: habían derrocado a sus reyes para acabar coronando a un emperador mucho más despótico que ellos. Es decir, que solo confiaban en sí mismos… y aun eso, con mucha cautela.

Sin embargo, a pesar de todo, continuaban creyendo en la preciosa libertad como principal móvil de todo humano progreso, una idea que por aquel entonces se implantó en la mente de los europeos, para no desaparecer hasta nuestros días, de decadencia y oprobio mercantiles.

Era natural que la estricta ortodoxia rusa o el no menos riguroso catolicismo español del 1800 consideraran que aquellos gabachos volterianos poseían un orgullo satánico, una impiedad demoníaca, un pesimismo luciferino, una desesperación infernal… ¿Y era posible algo más romántico que todo eso?

Tanto nuestros sureños Borbones como los nórdicos Romanov se extrañaban de los gustos extravagantes de aquellos soldadotes, por otra parte tan despiadados como rapaces. Los encontraban, acaso con razón, amantes de lo monstruoso, lo anormal, lo salvaje, lo macabro, y pensaban que despreciaban la vida y desconfiaban del amor… No era únicamente eso, pero en gran parte en eso consiste el romanticismo, un movimiento que nació en el s. XIX, un periodo sin duda esplendoroso para la literatura, pese al pesimismo y la tristeza que comporta… o quizás precisamente por ello.

Volvamos a Pushkin, sin duda más romántico por su vida convulsa y agitada que por su forma de escribir, marcada por la contención, la severidad, la frialdad… más cercana a las actitudes literarias dieciochescas -digamos clásicas- que a las apasionadas concepciones decimonónicas.

Merimée, gran conocedor de su obra, lo considera comparable a los griegos por el equilibrio entre forma y fondo y puede decirse que su principal atractivo se basa en su incomparable limpieza, su sorprendente precisión y su elección sabia, casi perfecta, de cada vocablo que utiliza. Sin duda fueron estos raros valores los que lo hicieron apreciado por la gente de la calle, además de respetado por los entendidos.

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Sin embargo, su comportamiento altanero, su vida algo alocada y caprichosa y sobre todo sus composiciones -tenidas por unos cuantos por subversivas- donde defendía la libertad y atacaba el poder omnímodo de los autócratas Romanov, hicieron que el zar Alejandro I -el que consiguió derrotar a Napoleón gracias a su general Kutusov- lo desterrara en 1819, cuando tenía 20 años, al Cáucaso -que tanta impresión causara también en Lermontov y Tolstoi. Allí, en Odessa, nuestro joven poeta comenzó a escribir las primeras estrofas de lo que sería seguramente su obra maestra, la novela en verso Yevgueni Onieguin, basada en un argumento tan simple como sorprendente:

Yevgueni, un noble que pasa una temporada en una de sus propiedades del campo, cercana a la humilde vivienda de un amigo suyo, poeta, que lo admira, es presentado a la novia de este y a su hermana menor, la inexperta y dulce Tatiana, quien se enamora perdidamente de él, a primera vista, y se lo confiesa en una inflamada y pasional carta. Él la rechaza fríamente y con cierta altivez. En el curso de una sencilla fiesta pueblerina de cumpleaños, a su amigo poeta le parece que el desprecio aristocrático de que Onieguin hace gala, frente a aquellas bonitas y sencillas hermanas burguesas, es intolerable y lo reta a duelo. Aunque Yevgueni le ofrece disculpas, el poeta se empeña en batirse y, al fin, inopinadamente resulta muerto. Después del entierro, el noble parte de su propiedad dejando desoladas a ambas hermanas. Para olvidar el penoso incidente de la muerte de su amigo, al que apreciaba realmente, hace un largo viaje por el extranjero.

Regresa años después y en una elegante fiesta, en casa de un general, descubre a una anfitriona impresionante de la que queda enamorado al instante. No tarda en darse cuenta de que se trata de Tatiana, incluso llega a saber que ella continúa enamorada de él, pero lo rechaza rotundamente para no deshonrar al anciano general. Nunca más volverán a verse.

Esta obra se convertiría, en 1879, en la famosa ópera del mismo nombre, con música de Pietr Ilich Tchaikovski.