Pero regresemos a Odessa y al joven Pushkin. Hasta allí llega la vigilancia de la policía política, que intercepta sus cartas dirigidas a otros rebeldes como él. El propio zar le ordena que se traslade inmediatamente a su pequeña propiedad familiar, la haciendo Mijáilovskoie, bajo la tutela de su padre. Ambos, que nunca congeniaron, no tardan en tener una airada discusión como consecuencia de la cual el padre renuncia a la misión de tutela y abandona la propiedad. Son meses de aislamiento y soledad en los que el sensible escritor enferma de melancolía y solo se salvará gracias a los solícitos cuidados de su aya Arina Radiovna, a la que luego dedicará un bello poema.
Menos mal que el alejamiento de la corte le impide tomar parte activa en el alzamiento fallido de los decembristas, protagonizado por los mejores de sus amigos aristócratas, quienes pretendían suavizar desde arriba el despotismo del nuevo zar Nicolás I -que acaba de alcanzar el poder tras la muerte repentina de su hermano, algo más liberal que él- que reprime a sangre y fuego la revuelta. Muchos de sus amigos resultarán ejecutados y otros tantos acabarán en Siberia.
En enero de 1896, el zar convoca a Pushkin, que entonces tiene veintisiete años, y le advierte que gracias a él está con vida, pues sabe perfectamente que su corazón estaba con los sublevados. Le promete que tendrá su ayuda para siempre, pues él, el emperador, piensa convertirse en su censor personal, de modo que todo lo que escriba pasará por su protector autocrático -una diabólica situación que se repetirá un siglo más tarde entre Stalin y Bulgakov- Desde ahí, la vida del gran poeta ruso entrará en un infierno mucho peor que sus destierros anteriores.
Poco después contraerá matrimonio con Natalia Goncharova, una belleza de dieciséis años, adorada incluso por el zar, que para mantenerla cerca nombra a su marido gentilhombre de cámara.
“Puedo ser un súbdito, incluso un esclavo, pero nunca seré lacayo ni bufón de nadie”, escribe el poeta, que se siente humillado, perseguido por las necias intrigas palaciegas, agobiado por las deudas y al que se deniega el permiso para viajar al extranjero.
Él, ante tan incómoda vigilancia, se siente apartado de su público, arrinconado, olvidado, incomprendido. Se da cuenta de que sus obras pasan ahora sin pena ni gloria, desde que se ha convertido en un ridículo preso cortesano. Sin embargo, son años de intensa actividad literaria. Termina Yevgueni Onieguin, escribe La hija del capitá, Los cuentos de Belin, El zar Saltan… y algunos de los poemas más intensos y delicados de la intensa y delicada poesía rusa.
En noviembre de 1836, Georges D’Antes, un francés ahijado del embajador de los Países Bajos -con quien se sospechaba que mantenía una relación homosexual- comienza a cortejar abiertamente a su esposa. Pushkin recibe anónimos donde se le tilda de cornudo, y desafía a D’Antes, que también tiene fama de duelista mortífero, pero este alega que se trata de un mal entendido, pues él desea en realidad a Yekaterina, la hermana de Natalia, con la que, en efecto, acaba casándose, retomando sus galanteos después de la boda, con tanta impertinencia y asiduidad que el poeta tendrá que volver a retar a D’Antes, en términos tan ásperos que el duelo hubo de celebrarse el 27 de enero de 1837. Alexandr resultó mortalmente herido y fallecía tres días después, tras una agonía dolorosísima.
Hay que decir que Natalia Goncharova, pese a los desfavorables retratos que suele hacerse de ella, no era nada tonta ni más mundana o frívola que las otras jóvenes de su edad, ni se mostró indiferente al destino de su marido, al que parece que profesaba un afecto sincero. Se casó en 1844, en segundas nupcias, con el general Piotr Lankói, del que tuvo tres hijos.
El entierro de Pushkin estuvo marcado por la enorme expectación que causó, tanta que el zar, temiendo algún incidente callejero, lo hizo sepultar casi en secreto.
George D’Antes, de vuelta en su país, se dedicó con éxito a la política apoyando a Luis Napoleón Bonaparte, que en 1852 lo nombró senador.
Y para no acabar tan sombríamente, vayan tres breves poemas que escribió Alexandr Pushkin cuando tenía veinticuatro, veinticinco y veintiséis años[1].
El pajarillo
En tierras extrañas, con respeto
observo una ancestral tradición,
suelto al aire un pajarillo
en la luminosa fiesta de primavera.
Y ya puedo sentirme consolado,
¿por qué murmurar contra Dios
cuando al menos a una de sus criaturas
puedo regalarle la libertad?
1823
Si la vida te engaña
no te aflijas, no te enfades.
Acepta resignado los pesares:
la alegría, créelo, llega mañana.
El corazón confía en el futuro,
no en el desolado presente
donde todo es fugaz, todo se pierde,
solo es precioso lo maduro.
A mi aya
Compañera de mis días austeros
mi decrépita paloma,
sola en la espesura de los pinares,
hace ya tiempo que me esperas.
Triste, junto a la ventana de tu buhardilla,
te apostas como un centinela.
En tus manos surcadas de arrugas
la labor de las agujas se atrasa.
Contemplas la olvidada cancela
sobre el sendero negro y lejano:
la tristeza, los presagios, las penas
oprimen tu pecho a todas horas.
Ahora te parece que…
1826
[1] Alexandr Pushkin, Poemas, Gredos 2005, traducción de Víctor Gallego Ballestero, versión libre de Miguel Fernández-Pacheco
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