Como casi todos los fenómenos realmente importantes, un libro es el resultado de un conjunto de maestrías e inteligencias, con más de 500 años de antigüedad, que en este momento de agonía lectora y muerte artesanal es cada vez más raro de encontrar.

Empecemos por la elección de su formato, su complexión, por llamarla así, ya que lo alto, lo ancho y lo grueso que sea lo convierte en más o menos manejable, y eso constituye un detalle esencial. Aldo Manuzio y Elzevir lo tuvieron muy en cuenta, allá por el Renacimiento, y sus producciones modélicas valen mucho dinero y están en los museos por algo. Digo esto porque al menos el 30% de nuestras librerías está ocupado por volúmenes mastodónticos, casi imposibles de usar y que no caben en ninguna parte. Tal parece que sus fabricantes no tuvieran mucha práctica en el manejo lector y solo se imaginaran sus productos sobre un mostrador, ocupándolo casi por completo. Taschen y Lunwerg –citaré solo dos, aunque hay muchos– destacan por esa molesta gigantofilia.

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Sacramental de San Isidro, Madrid

La segunda característica, no menos trascendente que la primera, es la cara del libro, o sea, su cubierta y su lomo: lo más expresivo de su identidad y los primeros signos que nos llegan de él. Por desdicha, más del 70% de las tapas que podemos encontrar en el mercado son demasiado llamativas, por designarlas así. Personalmente las encuentro tan forzadas como las caras de esas viejas actrices, operadas para no envejecer, irreconocibles bajo su gesto de batracio.

Entre esos estridentes alaridos gráficos, tan poco librescos, que nos asaltan en nuestros Vips, se me ocurre pensar que acaso nos atrajeran más las cubiertas de hace 100 años, con su discreta sencillez y su natural elegancia –estoy pensando en Gallimard– pues considero que lo más hermoso de un libro es parecerlo.

 

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Sacramental de San Isidro, Madrid

Vienen a continuación las «cortesías», algo así como el vestuario del volumen: sobrecubiertas, solapas, guardas, portadillas, colofones… que en los libros de antes solían sumar entre doce y dieciocho páginas, pero que hoy, con tanto «diseñador» suelto, han quedado reducidas a su mínima expresión, cuando no suprimidas.

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Sacramental de San Isidro, Madrid

Y así, por fin, llegamos al alma del libro, a lo más valioso: a su texto, que debiera iluminarnos. ¡Ay! La inmensa mayoría de lo que se edita no tiene alma y por eso resulta prácticamente imposible de leer con comodidad y aprovechamiento, bien porque la necedad de lo que allí se cuenta es lo que más salta a la vista, bien porque, al tratarse de clásicos, se les reproduce en una tipografía tan inadecuada, con unos márgenes tan insuficientes, una interlínea tan miserable, un interletraje tan canallesco… o todo ello junto, aderezado además con garrafales faltas de composición, ortografía y sintaxis… Y es que los buenos traductores apenas existen, tan miserablemente se les paga. Tampoco, por la misma causa, quedan ya correctores, los maquetistas no acostumbran a tener cultura y el uso del ordenador ha envilecido completamente las artes del libro, haciendo añicos la sensata tipografía que pervivió del siglo xv al xx de nuestra era. Han sido cinco siglos de progreso y medio de destrucción.

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Cementerio de Comillas, escultura de Josep Llimona

¿Aún se extrañan que a las buenas gentes no les atraiga la lectura?

Despierten, queridos editores. Hace tiempo que mataron, tontamente, a sus respectivas gallinas de los huevos de oro y en este momento, papanateando con la informática, no se han dado cuenta de que los únicos libros que nos interesan, a los pocos que leemos de verdad, son los de viejo y ocasión.

Y como no quisiera acabar tan negativamente, según se dice ahora, citaré a dos editoriales contemporáneas, modélicas desde muchos puntos de vista. Una casi adulta ya, la otra muy joven todavía. Se trata de Acantilado e Impedimenta, en cuyos catálogos picotearé otro día.